Las Palmas arruinó la fiesta culé, de forma casi cruel. Los 125 años, las entradas rebajadas, el nuevo himno, banderas, gritos de apoyo al equipo y horario familiar: el escenario era perfecto para que aquello fueran 90 minutos de celebración. Pero al equipo le faltó puntería, mientras que los de Diego Martínez castigaron a Iñaki Peña por partida doble, en sus dos únicas aproximaciones. Flick y los suyos, lejos de celebrar, quedan a expensas del Real Madrid. El liderato peligra y, por primera vez, el proyecto se tambalea.
Los aficionados lo tenían claro: “hoy el equipo ganará sí o sí”, decían. Parecía que no existía otra opción en el ambiente que no fuera una victoria. El estadio cantó el último “Barça, Barça, Barça” al unísono y a pleno pulmón. La energía que se respiraba en Montjuic era especial. Pero llegó el 1-2 y el monte calló. Tan solo se escuchaban los cánticos de los aficionados canarios que se desplazaron hasta el partido. Y algunos pitidos, leves, por parte de aficionados que mostraron su descontento.
El más afectado por todo aquello fue Raphinha. Sus declaraciones al final del partido, pidiéndole más a los suyos y mostrando su enfado, así lo demuestran. Y no es para menos; su primera parte, seguida de un auténtico golazo, era para coronarse como el rey de la fiesta culé. El brasileño encarna todas las características de lo que Flick le pide a su equipo. Intenso, voraz, vertical e inteligente. Toda crisis pide líderes, héroes a los que acogerse cuando lo demás desaparece. El Barça tiene a Raphinha. Y, con él, esperanza.