Dicen que el fútbol es un espectáculo, pero a veces, el guión sale manchado. Dicen que el fútbol es los aficionados, pero a veces, nos olvidamos de los jugadores, que son los que mueven el cuero. Dicen que el fútbol sin intermediarios o patrocinadores no sería nada, pero realmente, los que marcan las pautas, son los que llevan la sartén por el mango. Pero los verdaderos agentes de la justicia deportiva son los árbitros, que a veces, consumidos por el ansiado protagonismo, desaprovechan la tecnología.

Antes de que suene a crítica, quiero declarar que no me gusta la gente que se empeña en arruinar vidas, y en especial, en horario de trabajo. Por eso no estoy a favor de acribillar a esos señores que visten diferente y deambulan por los terrenos de juego tomando decisiones de alto riesgo y probablemente con razón, que también se exponen a miles de personas, y como todo humano, puede fallar en momentos puntuales. Ellos tienen que aguantar la victoria y la derrota, la alegría y la frustración, y por desgracia, miedo y odio. Tienen el cielo ganado, desde el primer saludo con los jugadores hasta el pitido final. Rigor, psicología y personalidad, en ese orden.

Perdonadme si estoy defendiendo tanto al gremio, pero es que siento especial compasión con ellos y es tan difícil ponerse en su lugar que no sé si veo fútbol por afición o por simple aprendizaje. En la vida hay dos formas de hacer las cosas: bien y mal. La ventaja de hacerlo bien es que el reconocimiento sabe mejor, pero ese reconocimiento tarda más en llegar, a la gente le costará más lanzar un elogio que no es para ellos. Sin embargo, el que lo hace mal, también tiene una gran ventaja, y es que sacar las garras contra una equivocación parece que a muchos les nazca de vocación, a la vez que alimentan el monstruo de los que sueñan húmedamente con el terror de su propia imagen. Ahí es donde entra en juego nuestro protagonista, el señor Antonio Mateu Lahoz, que a esta hora de la tarde ya planea a quién desafiar para la próxima jornada de liga.

Para quien no lo sepa, el valenciano ha protagonizado un nuevo episodio mediático que tanto gusta a los de la pólvora mojada. Ya sabíamos que su camino era el de actuar en películas de suspense en Hollywood, pero se tuvo que conformar con escalar por la odisea del deporte maestro en España. Antes de entrar en el barrizal, repito de nuevo mi total admiración hacia estos mediadores. Lo que se vio anoche en el Camp Nou fue lo más parecido a una partida de ajedrez a tres, cosa que no existe. Mateu quería hacerse su hueco y tumbar al rey por su cuenta, ganar la partida y llevarse los honores, pero a su manera. Desafiar a Luis Suárez es el entrenamiento básico que algunos tienen en su lista de objetivos, y cómo no apuntarlo si saben su forma de precoz desquicio que tiene el charrúa. Pero ojo, luego no queremos juego sucio, ni polémicas, ni disputas, ni caras a caras. No, hombre, por favor, para qué vamos a evitar conflictos cuando en una foto aparentemente agresiva se puede salir monísimo de la muerte.

El otro perjudicado fue Dembélé, precedido de la inexplicable y fortuita acción del joven Araujo. Un encuentro resuelto, sin trascendencia en el marcador. ¿Qué necesidad había, Mateu? Protagonismo, puro protagonismo. “Malo, que eres muy malo”, le dijo el extremo francés que automáticamente se marchaba expulsado. Gravísimo, la verdad, no como cuando los restantes 21 futbolistas que pisan el verde se acuerdan de tus familiares y te toca hacerte el loco, sin defender esta entrañable manera de insultar. Ya sabemos el punto débil de los jugadores, tampoco vendría mal un poco de cordura, que te quedas solo y no te das ni cuenta.

Lo suyo es doctorado y aún sigues con ambición, sorprendente cuanto menos. Si tengo que exponer datos me termino yo solo el paquete de pipas que me acabo de comprar, pero me gusta más compartir, así que voy con algo escueto que no tengo toda la tarde. El señor José Mourinho elogiaba constantemente la actuación de Mateu, llegando a hacerle una declaración futbolística de amor: “Me encantaría verle cada domingo”. El idilio comenzaba aquí. Cristiano, observando vía libre para amoldar al señor Lahoz, me acaba de confesar que aún sigue tocándose sus partes mientras pronuncia su precioso nombre en el primer clásico de la 14/15, la temporada siguiente de la que acabó con un final triste para el Barça. ¿Ya nadie se acuerda del gol legal que anularon a Messi y que le amargó una liga al entrenador del polo pistacho? Claro, si es que no había VAR y estaba Mateu, vaya sorpresa. Al final hasta se lo tendremos que agradecer, ya que con esa liga no hubiéramos visto el triplete del año siguiente.

 

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Tampoco me voy a ir tan lejos. Primer año de Luis Enrique, RCDE Stadium. Mateu favorece al Barça no anulando un gol en fuera de juego, y en vez de corregir sus fallos y terminar el partido de la forma más correcta posible, nuestro amigo decide pedirle perdón a los futbolistas del Espanyol en el descanso para, acto seguido, expulsar a Jordi Alba sin motivo aparente. Si protestar es intercambiar un par de palabras chamuscadas a lo lejos, que baje Dios y lo vea. ¿Dónde está el criterio aquí? Con la que tienes que aguantar, señor Mateu, espero que no seas igual de facilón con tus compromisos sentimentales, porque me temo que jugarán con tu corazoncito.

Tito Vilanova lo dijo en su día: “un árbitro se puede equivocar en una falta, en un penalti, y lo puedo entender, pero Mateu Lahoz modifica el juego, no el resultado”. Guardiola tampoco se escapa ni en el City, donde se vieron las caras en cuartos Champions frente al Liverpool, pasando una vergüenza más ante la mirada de toda Europa. Gol legal que se comió antes del descanso y que pudo haber dado un vuelco a la eliminatoria. El catalán, que fue expulsado por recriminarle únicamente el gol, acabó declarando el pensamiento unánime del mundo del fútbol: “A Mateu le gusta sentirse especial”.

No sólo en España, también por el norte del continente quiere gustarse, y lo acaba consiguiendo. Con fama de predicador del “sigan, sigan”, aquí tenéis el ejemplo perfecto de quién corrompe el sistema justo del deporte por excelencia, adquiriendo un poder innecesario que maltrata el evento en el que él mismo quiere presentarse, actuar y colgarse la medallita.

El bien o el Mateu Lahoz, las dos formas de actuar.