Majestuoso. Brillante. Obra de arte. En estas tres palabras describiría aquella noche. Una mezcla de sentimientos, privilegios, fortuna, bondad, pasión, orgullo, amor. No vi nada igual en ninguna de mis anteriores vidas, y espero no ver nada parecido en ninguna de las que pueda vivir, porque, qué sentido tendría buscar la ilusión cuando ya la encontré de manera inesperada. La sentí y la disfruté, tal como me imaginaba, pero no pensaba que ese vuelo llegaría tan alto. Que la caída pudo ser dolorosa, pero sin duda, el dolor más placentero. Que el vacío pudo ser eterno, pero esperanzador para el que tomase ejemplo.

Don Andrés Iniesta es el hombre de nuestras vidas. Tuya y mía. El que todos quieren y querrán, porque a todos les regaló instantes de felicidad, lo que a veces se busca sin opción de encontrar. Don Andrés quiso ser un grano de arena y acabó siendo la más paradisíacas de las playas con agua cristalina, sol reluciente y temperatura agradable, en las que apetece estar siempre. El deseo de parar el tiempo para poder disfrutar un segundo más, como cuando alargas el despertador unos minutos para no levantarte de la cama sin querer pensar en lo que viene detrás. Eso fue lo que resumió la trayectoria del hombre que, sin quererlo, se interpuso en nuestros sueños para darle sentido a la imaginación. Que merece la pena vivir, gritar, llorar, amar, y en consecuencia, valorar. Porque coincidir es lo más difícil de todo esto, y ahí estuvimos para guardarlo en nuestro baúl de recuerdos. Imaginad por un momento la sensación de contar al detalle la mejor experiencia desde que te enamoraste del primer balón. Sus ‘croquetas’, sus pases, sus goles, su fantasía, su estrella. Merecía la pena estar noventa minutos sin despegar la mirada, porque quizás eran los mejores noventa minutos de tu vida y no eras consciente hasta el pitido final.

Del genio puedo decir que sus trucos a veces eran sin varita ni chistera, pero todos tenían color. Del genio puedo decir que sacudió la capa de superhéroe para abrirnos las puertas del cielo, pero que ni él mismo se encontraba en el infierno para apagar los fuegos que le hacían arder por dentro. Porque a veces, los genios también caen, eso sí, para volver a sorprendernos. Y ese momento había que disfrutarlo como si fuese propio. Esa exhibición del 21 de abril de 2018, con dos aficiones presentes y con millones de miradas floreciendo, como si fuese la primera vez; esa pared con su mano izquierda -porque la derecha hacía tres años que dejó las clases- y que compartieron trono en el Olimpo de los Dioses; ese amago y ese gol. Ojalá quedarme en ese último grito, en esa última celebración y ovación; en esa última lágrima que cayó en honor al más grande que pudimos conocer. Ahí tienes el significado del último compás que jamás olvidaremos, maestro. Y el profundo deseo de la vida devolviéndote todo lo que un día fuiste capaz de regalar.