Xavi dijo en la rueda de prensa previa al Barça – Valencia que el equipo tenía que competir por un segundo puesto que era vital para jugar la Supercopa. Razón no le falta, pero al Barça nunca le ha gustado la palabra “segundo”. Y menos si el primero es el Real Madrid. Quizás por eso la previa del primer partido post-clásico estuvo marcada por la lluvia, era lunes y no había lugar para celebraciones. Pese a todo, más de 30.000 aficionados se congregaron para vivir el partido. El frío caló en el ambiente y también en los jugadores, con dos errores de Ter Stegen y Araújo que obligaron al equipo a remontar. Hasta el minuto 80. Entonces todo cambió.
De repente, el público se levantó. Daba igual el frío, el Barça presionaba y encerraba al Valencia en su área que, con un hombre menos, le rogaba al marcador que pasaran los minutos lo más rápido posible. 2-2. Cánticos, alegría. Y, de golpe, alguien levantó los brazos. Y el que estaba a su lado. Y el siguiente. Y el siguiente. Y así hasta que Montjuic entero inició una ola que dio dos vueltas al estadio entero. Gritos de júbilo, cánticos a Xavi Hernández tras su continuidad. Y el gol de Lewandowski, que multiplicó la euforia de los allí presentes.
Fue un espejismo, un miraje. Un reflejo de un equipo feliz, ganador, comprometido. Con unos aficionados que les daban las gracias, a ellos y al entrenador. Daba igual la situación económica, institucional, los giros de guion con Xavi dignos de The Office, la vitrina vacía, durante una campaña que comenzó con promesas de títulos. Necesité salir de aquel ambiente narcotizante, de plástico, para recordar lo que es el Barça. Un club al que no le gusta ser segundo. Un club al que le urge recuperar su grandeza.