En mi casa siempre enseñaron a respetar, compartir y valorar. Tres pilares imprescindibles que todo habitante de este planeta debería llevar consigo a sus espaldas. Aunque a veces toquemos fondo, siempre habrá un hilo de luz que te ayude a reflexionar sobre qué es lo que quieres y cómo lo vas a conseguir.

Estoy bastante preocupado. No sé dar segundas oportunidades, o quizás, tenga el don de saber a quién no dárselas. Un día te dejan tirado con todo el trabajo por hacer y procuras terminarlo con prisas y como buenamente puedes, pero sabiendo que la calidad no será la misma. Piensas, recapacitas y actúas. ¿Sabéis qué? Aunque lo parezca, no se acaba el mundo. Hay mil soluciones más, como la de guiarte por una filosofía que, además de hacerte imparable, marca el punto de partida de un modelo reconocible, ambicioso y ganador. Ahí es cuando te das cuenta de que nadie muere por nadie, y que si puedes valerte por ti mismo, mejor.

Casi 120 años dan para mucho, pero, a ciertos jóvenes y no tan jóvenes como yo, creo que nos ha dado tiempo a entender todo lo que ser culé, exige. Hasta que llega un señor de Holanda y te cambia la forma de pensar. Te haces grande y lo consigues todo, pero el sistema, sin estar caduco, necesita un plus. Es la hora de los galácticos. Por desgracia, el fútbol entró en esa dinámica hasta que ha ido transformándose en una burbuja de dolor inquebrantable: los jugadores ya no dan patadas a un balón por amor al arte. Siempre se dice que los futbolistas van y vienen, pero el club permanece. Ahí es cuando la razón supera a la propia realidad.

La ilusión de un niño que va al estadio a ver a su ídolo con una camiseta en la que ni siquiera pone su nombre, sino el de alguien al que no conoce. Ahí es cuando un te das cuenta de que la esencia se está perdiendo. Un equipo es querido por su historia, no por un futuro cercano lleno de incertidumbre. Después de Figo, todo cambió. La herida era tan grande que se optó por los que nunca serían capaz de fallarte, ya que se lo diste todo: Puyol, Xavi, Andrés Iniesta, Leo Messi. Y entonces, la herida se cerró. Comenzamos a ser “Més que un club” de verdad.

Llevamos años en los que ver camisetas del Barça por una calle de París, Londres, Tokio, Estambul, Medellín, Buenos Aires, Nueva York o Río de Janeiro, es un hábito. Antes, ver un culé por Madrid, era un misterio. Llevamos años acogiendo a ese buen amigo que cruza océanos para vivir un amistoso, un partido de Liga o una final de Champions. Y muchos de ellos, socios. Pero, ¿dónde dejamos a los que escapan de sus horas de sueño para disfrutar de noventa minutos de pasión? Todos tenemos un por qué, y todos tenemos una razón.

Cuando ves que a tu equipo eliminado por no hacer las cosas bien y pides que rueden cabezas a medida que exiges volver al modelo de siempre. Cuando te conformas con lo que te cuentan porque la solución no está en tus manos. Cuando la desesperación es tal, que hasta el que te dejó con la tarea a medio hacer, quiere volver para hacértela de nuevo y prometiéndote resultados mucho mejores. Ahí es donde nos encontramos. Queremos volver, y aunque lo de ahora sea mejor, seguimos anclados en la nostalgia. Pedimos una revolución, pero a su vez, retroceder en el tiempo. ¿Para qué? ¿Para ver un regate que ya vimos en Ronaldinho? ¿Para ver un pase que ya vimos en Xavi? ¿Para ver un gol que ya vimos en Rivaldo? ¿O para perdonar una traición que ya vimos en Figo? De nada vale no serte fiel a ti mismo. De nada vale presumir de lo que careces, y mucho menos, darles cabida a los que no te merecen. Volver es no saber enmendar lo que un día quisiste reconducir. Porque, ese niño que va con la camiseta de su ídolo al estadio, no sabe que cada año, el escudo que maquilla su pecho seguirá intacto, y el nombre de su espalda, quizás no.

Amor propio, el fichaje que se está escapando.

En mi casa siempre enseñaron a respetar, compartir y valorar. Tres pilares imprescindibles que todo habitante de este planeta debería llevar consigo a sus espaldas. Aunque a veces toquemos fondo, siempre habrá un hilo de luz que te ayude a reflexionar sobre qué es lo que quieres y cómo lo vas a conseguir.

Estoy bastante preocupado. No sé dar segundas oportunidades, o quizás, tenga el don de saber a quién no dárselas. Un día te dejan tirado con todo el trabajo por hacer y procuras terminarlo con prisas y como buenamente puedes, pero sabiendo que la calidad no será la misma. Piensas, recapacitas y actúas. ¿Sabéis qué? Aunque lo parezca, no se acaba el mundo. Hay mil soluciones más, como la de guiarte por una filosofía que, además de hacerte imparable, marca el punto de partida de un modelo reconocible, ambicioso y ganador. Ahí es cuando te das cuenta de que nadie muere por nadie, y que si puedes valerte por ti mismo, mejor.

Casi 120 años dan para mucho, pero, a ciertos jóvenes y no tan jóvenes como yo, creo que nos ha dado tiempo a entender todo lo que ser culé, exige. Hasta que llega un señor de Holanda y te cambia la forma de ser. Te haces grande y lo consigues todo, pero el sistema, sin estar caduco, necesita un plus. Es la hora de los galácticos. Por desgracia, el fútbol entró en esa dinámica hasta que ha ido transformándose en una burbuja de dolor inquebrantable: los jugadores ya no dan patadas a un balón por amor al arte. Siempre se dice que los futbolistas van y vienen, pero el club permanece. Ahí es cuando la razón supera a la propia realidad.

La ilusión de un niño que va al estadio a ver a su ídolo con una camiseta en la que ni siquiera pone su nombre, sino el de alguien al que no conoce. Ahí es cuando un te das cuenta de que la esencia se está perdiendo. Un equipo es querido por su historia, no por un futuro cercano lleno de incertidumbre. Después de Figo, todo cambió. La herida era tan grande que se optó por los que nunca serían capaz de fallarte, ya que se lo diste todo: Puyol, Xavi, Andrés Iniesta, Leo Messi. Y entonces, la herida se cerró. Comenzamos a ser “Més que un club” de verdad.

Llevamos años en los que ver camisetas del Barça por una calle de París, Londres, Tokio, Estambul, Medellín, Buenos Aires, Nueva York o Río de Janeiro, es un hábito. Antes, ver un culé por Madrid, era un misterio. Llevamos años acogiendo a ese buen amigo que cruza océanos para vivir un amistoso, un partido de Liga o una final de Champions. Y muchos de ellos, socios. Pero, ¿dónde dejamos a los que escapan de sus horas de sueño para disfrutar de noventa minutos de pasión? Todos tenemos un por qué, y todos tenemos una razón.

Cuando ves que a tu equipo eliminado por no hacer las cosas bien y pides que rueden cabezas a medida que exijes volver al modelo de siempre. Cuando te conformas con lo que te cuentan porque la solución no está en tus manos. Cuando la desesperación es tal, que hasta el que te dejó con la tarea a medio hacer, quiere volver para hacértela de nuevo y prometiéndote resultados mucho mejores. Ahí es donde nos encontramos. Queremos volver, y aunque lo de ahora sea mejor, seguimos anclados en la nostalgia. Pedimos una revolución, pero a su vez, retroceder en el tiempo. ¿Para qué? ¿Para ver un regate que ya vimos en Ronaldinho? ¿Para ver un pase que ya vimos en Xavi? ¿Para ver un gol que ya vimos en Rivaldo? ¿O para perdonar una traición que ya vimos en Figo? De nada vale no serte fiel a ti mismo. De nada vale presumir de lo que careces, y mucho menos, darles cabida a los que no te merecen. Volver es no saber enmendar lo que un día quisiste reconducir. Porque, ese niño que va con la camiseta de su ídolo al estadio, no sabe que cada año, el escudo que maquilla su pecho seguirá intacto, y el nombre de su espalda, quizás no.

Amor propio, el fichaje que se está escapando.